jueves, 21 de abril de 2011

¡LAS VENTAJAS DEL DAR!

                La siguiente anécdota sobre W. L. Douglas, un fabricante de zapatos que alcanzó fama por todo Estados Unidos, sucedió en sus primeros años, cuando pasaba penurias. Llevaba tanto tiempo desempleado que ya no le quedaba más que un dólar. No obstante, dio la mitad -cincuenta centavos- a la colecta de su iglesia. A la mañana siguiente oyó hablar de una vacante de trabajo en una ciudad cercana. El boleto de ferrocarril hasta dicha ciudad costaba un dólar. Todo parecía indicar que hubiera debido quedarse con aquellos 50 centavos. Sin embargo, con el medio dólar que le quedaba compró un boleto hasta un lugar situado a medio camino de la ciudad a la que deseaba llegar. Se apeó del tren y se dispuso a llegar a pie a su destino.                No había recorrido una cuadra cuando oyó hablar de una fábrica del lugar en la que estaban contratando obreros. En cuestión de media hora había conseguido un empleo cuyo sueldo semanal le dejaba cinco dólares más de los que habría ganado si hubiera ido hasta la siguiente ciudad.
                Iba a gastarme parte de mi diezmo en unos zapatos, pensando que podría reponer dicha cuantía antes del final del mes. Pero luego me dije: “¡Ese dinero es del Señor! Ni siquiera es mío. Los zapatos tendrán que esperar a otro día.” Así pues, más allá me encontré en la calle el equivalente a 30 dólares, que me alcanzaba para los zapatos y por supuesto también para darle al Señor el 10% correspondiente. ¡Cuando uno obedece, sale ganando!
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                Una buena forma de analizar cómo administramos nuestros fondos: no consiste en contar cuánto de nuestro dinero damos a Dios, sino cuánto dinero de Dios nos guardamos.
               El cristiano que comienza a diezmar queda maravillado…
            (1) Con la cantidad de dinero de que dispone para la obra del Señor.
            (2) Con la profundidad que cobra su vida espiritual al dar su diezmo.
            (3) Con lo fácil que le resulta cumplir con sus propias obligaciones haciendo uso de los nueve décimos restantes.
            (4) Con la facilidad con que puede pasar de aportar un décimo a dar un porcentaje más alto.
            (5) Con la preparación que ello le da para administrar fiel y sabiamente los nueve décimos restantes.
            (6) ¡Consigo mismo, por no haber adoptado antes el plan!
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               El éxito en la vida debiera determinarse no tanto por lo que acumulamos, sino por lo que contribuimos.
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                Quien practica el don de la generosidad, va acumulando un tesoro. Los regalos y donativos son inversiones.
               A. Hyde, empresario millonario, ¡dijo que empezó a diezmar cuando tenía deudas por cien mil dólares! Muchos dicen que, estando endeudado, les pareció injusto dar a Dios una décima parte de sus ingresos. ¡El Sr. Hyde compartía esa idea hasta que un día de pronto cayó en la cuenta de que Dios era su Primer Acreedor! Entonces comenzó a pagar primero a Dios, y bien todo lo que debía a sus otros acreedores. Si alguien te debe dinero, ¡una buena táctica comercial sería animarle a pagar primero la deuda que tiene con Dios!
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                Cuando llegamos a esta ciudad latinoamericana para iniciar nuestra labor misionera, había aquí otra familia misionera a la espera de que le llegara cierto dinero de Estados Unidos para marcharse más al sur.
            Pasaba el tiempo y no les llegaba el dinero, de modo que oramos y decidimos ayudarles. Necesitaban doscientos dólares, lo cual era aproximadamente una tercera parte de los fondos con que contábamos. Pero al orar, recibimos los versículos Hechos 2:44,45 y Lucas 6:38, de modo que les dimos el dinero.
           Al día siguiente nos llegó por correo un cheque por cuatro mil dólares. Era una herencia de la cual no estábamos enterados. El cheque se había perdido en el correo un año atrás, y el banco había descubierto que nadie lo había cobrado. ¡Qué gran cumplimiento de las promesas de Dios, además de la ayuda que esto nos significó para poder dar inicio a nuestra labor misionera en Sudamérica!
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           En una ocasión en que el Sr. La Guardia, antiguo alcalde de Nueva York, presidía un tribunal, le trajeron a un anciano tembloroso acusado de haber robado un pan. Dijo que su familia no tenía qué comer.
            --Pues no me queda más remedio que castigarlo --dijo el Sr. La Guardia--. La ley no hace excepciones, y lo menos que puedo hacer es ponerle una multa de diez dólares.
            Luego agregó, poniéndose la mano en el bolsillo:
            --Aquí tiene los diez dólares para pagar la multa. Y ahora se la perdono.
            Poniendo el billete de diez dólares en su enorme sombrero, dijo:
            --Es más: voy a poner a cada uno de los presentes una multa de 50 centavos por vivir en una ciudad donde un hombre se ve forzado a robar pan para poder comer. Sr. Bailiff, tenga la bondad de cobrar las multas y déselo todo al acusado.
            Pasaron el sombrero, y aquel anciano incrédulo salió de la sala del tribunal con el rostro iluminado y cuarenta y siete dólares con cincuenta centavos.
            Cierto hombre soñó una vez que Dios le decía: «Ya he decidido cuánto ganarás por semana. Veré cuánto Me das semanalmente, y luego te daré exactamente diez veces esa cantidad».
            Da conforme a tus ingresos, no sea que Dios te dé tus ingresos conforme a lo que das.
            En el siglo IV, San Agustín dijo en un sermón sobre la siega: «Nuestros antepasados vivían en la abundancia porque le daban a Dios el diezmo y al César su tributo. Pero ahora, debido a la manera en que ha disminuido nuestra devoción, ha aumentado la imposición de impuestos. No estamos dispuestos a compartir con Dios, y ahora, he aquí, un recaudador de impuestos pasa a cobrar lo que Dios no recibe de nosotros».
          El dinero mide a los hombres. Mide su capacidad y su consagración. En algunos casos el dinero maneja a los hombres. Se convierten en sus esclavos. En otros casos, el dinero multiplica a los hombres. Gracias al dinero que donan dichos hombres, muchos misioneros han llevado el Evangelio a todos los continentes, ¡y millares de personas han podido conocer el Amor y la felicidad que da Jesús!
            Cierta noche en que yo había predicado, al finalizar el servicio se me acercó un hombre elegantemente vestido y me dijo:
            --Dr. Smith, ¡le debo todo lo que poseo en esta vida!
            Lo miré atónito. Entonces me contó su historia:
            --Estaba en la ruina --comenzó--. Había perdido mi empleo. Mi esposa y mis dos hijas me habían abandonado. Tenía la ropa andrajosa. Un día entré por casualidad al local donde celebraba Ud. una asamblea, y dijo Ud. las cosas más asombrosas que había escuchado en mi vida. Decía: «Es imposible dar más que Dios. Dad y se os dará. ¡Arreglen cuentas con Dios y El arreglará las cuentas con ustedes!» Me quedé a escuchar. Con el fin de poner a prueba su sinceridad --continuó--, llené una de sus tarjetas, en la que me comprometía a darle a Dios cierto porcentaje de todo lo que El me diera a mí. Claro que me resultaba muy fácil comprometerme, ya que no tenía ni un centavo. Para mi sorpresa, pocas horas más tarde conseguí trabajo. Al recibir mi primer sueldo, envié el dinero que había prometido. Poco después me dieron un aumento. Entonces contribuí más. Al poco tiempo tenía un traje nuevo. A su tiempo conseguí un empleo mejor. Luego, mi esposa y mis hijas retornaron a mi lado. Seguí dando. Llegó el día en que había saldado ya todas mis deudas. Ahora --exclamó--, tengo casa propia y una buena cuenta bancaria. Todo eso se lo debo a Ud. He comprobado que tenía Ud. razón. Descubrí que Dios nunca falta a Su Palabra.
            El cristiano puede ver su dinero desde dos puntos de vista distintos: «¿Qué parte de mi dinero usaré para Dios?» o «¿Qué parte del dinero de Dios usaré para
            Cierta señora muy acaudalada, que se había convertido al cristianismo a una edad avanzada, caminaba una vez por las calles de su ciudad, acompañada por su nieta. En ese momento se les acercó un mendigo. La anciana escuchó sus lamentos y luego, introduciendo la mano en su cartera, sacó medio dólar y se lo puso en la palma de la mano. Al llegar a la esquina se encontró con una mujer del Ejército de Salvación, y echó un dólar en su alcancía. Mientras lo hacía, su nieta, que observaba atentamente, le dijo:
            --Abuela, debes de haber perdido mucho desde que te volviste cristiana, ¿no es así?
            --Así es --respondió la anciana--. He perdido mucho. Perdí mi mal carácter, mi costumbre de criticar a los demás, mi tendencia a perder el tiempo en frívolas reuniones sociales y placeres sin sentido. También perdí mi espíritu de avaricia y egoísmo. Como ves, he perdido mucho.
            Si no regalas una cosa que Dios quiere que des, dejas de poseerla, y ella te posee a ti.
            El diezmo no debe ser el tope de nuestras donaciones, sino el escalón a partir del cual comenzamos a dar.

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